Uno de los principales aportes fue una metodología práctica para la solución de problemas que potenció mi capacidad de análisis y toma de decisiones. Pero más allá de la técnica, el verdadero valor emergió al integrarme a una comunidad de personas —y directores— que compartimos un mismo lenguaje basado en la experiencia vivida.
Ese lenguaje común permitió construir confianza colectiva: un espacio donde compartir problemáticas reales se convirtió en una vía para explorar, en conjunto, nuevas rutas de solución. Muchas de esas ideas surgieron de conversaciones que ampliaron mis propios marcos de pensamiento.
Además, la experiencia estuvo acompañada de una comunidad académica de gran nivel. Profesores que ofrecieron conferencias inspiradoras, recomendaron lecturas pertinentes, y compartieron casos y referencias que siguen acompañando mi reflexión. Este impulso no se detuvo al finalizar el programa; ha nutrido mi desarrollo continuo y también ha impactado de forma directa a quienes colaboran conmigo. En definitiva, más que un programa, fue el inicio de una red de pensamiento compartido que sigue creciendo.